En la lectura del Evangelio de este próximo domingo (Domingo XXI del tiempo ordinario, ciclo C) oiremos que Jesús, respondiendo a la pregunta de si son pocos los que se salvan, dice lo siguiente: «Esforzaos por entrar por la puerta estrecha, pues os digo que muchos intentarán entrar y no podrán» (Lc 13, 24).
De entrada, esta afirmación de Jesús nos puede parecer una mala noticia. Caramba, ¿y Dios no podía haber diseñado una puerta más amplia, por la que todos pudiéramos pasar tranquilamente? Es más, ¿acaso no nos cansamos de predicar que Dios es pura acogida, que precisamente uno de los ejes del mensaje de Jesús fue la misericordia del Padre, que abre de par en par sus brazos a todo el mundo? ¿Cómo conciliar esta idea con la imagen de la puerta estrecha?
Me parece que aquí Jesús está subrayando algo fundamental, que nunca deberíamos de perder de vista: que la vida espiritual requiere esfuerzo. ¿Es el Evangelio una buena noticia, y un camino hacia la plenitud y la felicidad? Sin duda. ¿Exige renuncias, y un hondo trabajo interior, y una voluntad firme de vencer nuestras tendencias más egoístas y nuestras soberbias? También.
El camino que Jesús nos propone seguir no es un paseo despreocupado por la playa. Exige disciplina y llevar a cabo un trabajo paciente de autoconocimiento, para descubrir en nuestro interior tanto lo que nos entorpece (que debe ser abandonado) como la presencia viva del Espíritu en lo más hondo de nuestro corazón (que debemos acoger y potenciar). Es un camino de transformación… que todo el mundo puede hacer (¡esta es la buena noticia!), y por eso Jesús también afirma que toda clase de gente, del oriente, del occidente, del norte y del sur se sentarán a la mesa en el Reino… pero que nadie está exento de recorrer.
Me gusta pensar que la puerta estrecha es, de hecho, un regalo. Porque no puede cruzarla quien llegue a su umbral con el ego hinchado; con maletas cargadas a reventar de petulancia, o de resentimientos, o de vanidad, o de afán de protagonismo, o de deseo de poder. Hay que abandonar todo eso para, livianos, sencillos y en paz con la dimensión exacta de nuestra bondad, de nuestros logros y de nuestros fracasos, poder, entonces, cruzar felizmente al otro lado. La puerta estrecha es un regalo porque nos recuerda tantas cosas inútiles que cargamos con nosotros, que solemos defender con uñas y dientes y que, sin embargo, no sirven para nada. O no sirven para lo único que importa: sentarnos a gozar del banquete, en el reino.